Reflejo
del Edificio Seagram de Mies van der Rohe en el pavimento de la plaza de
acceso, fotografía de Paul Fisher.
Frecuentemente
oímos decir que los arquitectos son osados ya que hablan de todo y no conocen
en profundidad casi nada; creo que en parte este juicio es verdad. Pero sólo en
parte. Ocurre que es necesario generalizar y eso en esta época está mal visto.
Esta época de especialización en la que el conocimiento universalista no tiene
crédito, olvida que esta visión global es necesaria para comprobar lo que sí es
específico de los arquitectos: me refiero a la forma. Los arquitectos tenemos
de específico que dotamos de forma a las manifestaciones vitales y es en la
labor de comprobar su adecuación, desde donde necesitamos generalizar y atender
a muchos aspectos diferentes y necesarios que en ella inciden.
El
proceso inverso, es decir, tratar de ver cómo desde la forma se explican las
complejas tensiones que las generaron, las razones originales, no es mera
especulación erudita, ni un afán historicista: buscar el origen de nuestras
formas es un problema de supervivencia. Para los arquitectos, los problemas son
siempre los mismos: disponer un basamento, un soporte, una plataforma, o una
techumbre es desde hace mucho tiempo lo mismo, a pesar de los cambios técnicos,
funcionales o significativos. Para los arquitectos mirar atrás es necesario
para ver y poder actuar en el presente.
El
origen de las cosas tiene una gran capacidad evocadora. Unas veces se pierde el
sentido original y las formas, que siempre son soporte de significados sociales
y culturales, se empobrecen y destruyen. Otras veces, sobre las formas
existentes se desarrollan actividades diferentes a las originales y se acumulan
otros significados nuevos, llenándose de nuevos contenidos simbólicos y
funcionales.
Trato
de ser un arquitecto y no un historiador, necesito el conocimiento y las
sugerencias de la historia para poder actuar en la realidad. Como ha dicho
Giedion el contacto con el pasado llega a ser tan sólo auténticamente creado,
cuando el arquitecto vislumbra su contenido, y último significado; y se
transforma, no obstante en un peligroso engaño cuando se limita a una pura
búsqueda de formas. Las formas del pasado interesan en la medida que son útiles
para el presente, buscar en el medio que me rodea, es quizás un modo de hablar
de mis inquietudes, de búsquedas, de las intenciones de mi arquitectura; creo
que nunca pretenden ser un afán de erudición o de otro tipo de presunción.
Los
arquitectos y nuestras intervenciones particulares representamos solo un
momento en la historia de la ciudad; somos como un eslabón en la vida de sus
formas y sus fábricas. Me interesa rastrear las huellas del tiempo en las
fábricas de piedra, “la forma del tiempo”, que diría Kubler. Para él, cabe
entender el conjunto de edificios de interés histórico como una secuencia
formal en la que, en un momento preciso, una fase histórica, siempre representa
un pedazo del devenir inmovilizado o una emanación del tiempo pasado; del
evento original al presente, el edificio sufre varias transformaciones. Me
interesa la categoría de los eventos sufridos que son señales que la historia
va dejando y sirven también de punto de partida para las transformaciones
posteriores.
Así,
el arquitecto debe saber encontrar la poética de los acontecimientos que le ha
tocado vivir y es él quien debe saber traducirlos a la piedra. Cabría pensar
que de la bondad de sus edificios, de la riqueza de su construcción y de la
receptividad social hará que se acumulen en el tiempo. Me gusta pensar que la
maldad casi nunca permanece, se erosiona más deprisa, repele el tiempo y
desaparece más prontamente. Una actitud auténtica con la historia, que inserte
la arquitectura en nuestra cultura y no actitudes anacrónicas, no es tanto un
deseo de conocimiento, como una búsqueda cargada de generalizaciones por
entender las manifestaciones humanas. En la historia de la arquitectura, que
para los arquitectos equivale a decir la presencia constante de los problemas
eternos, son escasas las invenciones ex novo, las invenciones
radicalmente nuevas. Son más frecuentes las transformaciones progresivas, que
paso a paso van generando las formas.
La
arquitectura tiene una serie de constantes atemporales e imperecederas, de modo
que disponer un soporte, ya sea una columna o un pilar que sostenga el
edificio, definir una adecuada plataforma, basamento o cimentación que lo
sostenga, definir un techo que cobije y proteja o conformar un espacio con la
luz emocionante, siguen siendo en esencia el mismo problema que hace 4.000
años, con independencia de la técnicas, los significados y la actividad propia
de la cultura en cada época. Pero, la arquitectura siempre es distinta por su
irrepetibilidad. Desde el momento que se afianza en un suelo concreto, que se
particulariza y se hace individual, la arquitectura se desprende de parte de su
pureza y reduce las vinculaciones con su pasado. Por ello cabría pensar que no
es tan fácil y han fracasado tantos intentos por industrializar y asimilar la
arquitectura a un automóvil o a un elemento fabril. Las ideas cuando precisan
materializarse y construirse se llenan de particularidades, se manchan y
deforman en el esfuerzo que supone hacerlas reales. Pienso que los arquitectos
cargan los edificios de referencias y valores de su cultura y por tanto de su
medio.
La
ciudad como forma que soporta la vida, crece, envejece y se regenera, y siempre
muestra parte de lo heredado en el trazado de sus calles, en la forma de sus
edificios y en la capacidad de estos para adaptarse al paso del tiempo,
sobreviviendo a la selección y erosión que este impone. Entender el presente de
una ciudad supone a mi parecer, asumir la idea de que la ciudad es el conjunto
de las formas que se han ido construyendo con el tiempo; formas superpuestas,
de modo que las primeras condicionan a las posteriores. De este modo la ciudad
histórica, aquel sector que ha sido su núcleo original, es normalmente el
fundamento desde el que se aplica su forma. Son estas primeras trazas las que,
a modo de una semilla, han generado las sucesivas transformaciones y
ampliaciones.
A
mi parecer, entender la ciudad supone desentrañar y explicarnos las primeras
razones en la lógica de su conformación. La ciudad está en continua
transformación y la vida en ella va haciendo y amoldando su estructura y esto
es lo que la enriquece. En su hacerse, la forma urbana soporta no sólo
intervenciones esporádicas, sino un continuo obrarse en el tiempo; está
haciéndose y deshaciéndose ininterrumpidamente. Probablemente si se paralizara
su continua renovación, la ciudad se moriría, la vida desaparecería de sus calles
y de sus casas. Así la ciudad histórica necesita continuas transformaciones y
readaptaciones que van haciendo en piedra su historia.
La
forma de la ciudad es portadora de la historia; en ella se puede leer desde el
origen de sus primeros rasgos en el asentarse hasta los recientes
acontecimientos; el plano de una ciudad es como una novela que nos narra la
historia de la forma de la ciudad, sus transformaciones y sus cambios. Pero lo
importante no son los cambios sino la categoría de los mismos y quizás sea el
tiempo quién actúe de filtro, permitiendo que permanezcan los hechos
significativos y desaparezcan las vanas y perversas actuaciones. Este hecho,
por el que en la ciudad se acumulan el tiempo y la historia de los
acontecimientos, podría explicarnos por qué son los cascos históricos más
bellos, representativos y sugerentes que los nuevos barrios periféricos.
Probablemente el mayor interés radique en que la ciudad histórica contiene un
almacén de significados y sus formas actúan de referencia colectiva, al
seleccionarse más frecuentemente lo bueno, lo útil o lo memorable.
Si
el tiempo es un filtro, la arquitectura que resiste su papel selectivo,
probablemente se depure y se perfeccione con su paso, y la vieja aspiración
vitruviana de vetusta, que implicaba durar, pasar a la
posterioridad, hasta hace poco tiempo era una virtud incuestionable. Pero ¿ha
cambiado en realidad esta idea de durabilidad, y de permanencia?, y por otro
lado, ¿en nuestra ciudad, lo deleznable de nuestra construcción, es quizás muestra
de un cierto desinterés por esa durabilidad física de la arquitectura, tan
ansiada en otros tiempos en nuestra cultura?, ¿qué sentido tiene hoy hablar de
la durabilidad de los edificios, de la vetusta vitruviana?,
¿qué supone la búsqueda de la permanencia? ¿Se trata de una forma, una idea, un
recuerdo, o una leyenda, de cuando los hombres pensaban que construían
pirámides para la eternidad? ¿Acaso no son las formas más perecederas que las
ideas?
Las
cosas casi siempre mantienen alguna señal o huella de lo que han sido. Cabría
pensar que existe una prefijación, una marca previa, una idea prefijada de un
individuo que va reponiendo sus células muertas y al cabo de un tiempo todas
éstas son nuevas pero el individuo es el mismo. Hasta las pirámides de Egipto,
que es como decir el globo terráqueo, es perecedero, habrá algún día que se
desintegre y sin embargo la idea de las pirámides permanecerá y formará parte
de la humanidad. Pero hasta entonces esta idea se ha incorporado a la cultura
de los hombres de muy diversas maneras; va teniendo un discurrir en el tiempo.
La permanencia supone esa voluntad de aportar valores estables y trascender al
paso del tiempo.
Entre
las acciones que conducen a individualizar y particularizar la arquitectura
está su implicación con el lugar y quizás nazcan aquí las condiciones que la
hacen irrepetibles. Cada edificio supone un hecho particular; la acción de la
naturaleza, con sus diferentes solicitaciones y el tiempo con el envejecimiento
y los sucesos que en él acontecen, imponen una historia propia con hechos
específicos. Si el placer y el dolor dejan sus marcas en los hombres y son
circunstancias que los forjan, en la arquitectura hay condiciones del lugar y
la acción del hombre al vivir en ella, la llenan de particularidad. Quizás por
ello los habitantes van cargando sus casas de referencias propias con las que
identificar su hábitat.
En
muchas ocasiones el hombre ha transgredido estas acciones, ya que no respeta el
medio natural, ni el envejecimiento que el tiempo impone, ni las razones
lógicas que la justifican y este sentirse omnipoderoso, este espíritu actual de
autoconfianza, de seguridad en la ciencia y en la técnica, le conduce a ser
poco considerado y respetuoso con el medio y con la cultura. Esto quizás haya
favorecido que actualmente prevalezca, lo efímero frente a lo permanente, con
un sistema de defensa y se generalice la arquitectura dando como resultado una
cultura globalizadora; un gusto por lo provisional, como un modo subsidiario de
evitar soluciones definitivas y dar entrada al comercio en la renovación,
posponiéndose una arquitectura no permanente en la que parcialmente se cree más
libre.
¿Es
posible una arquitectura que se ejecute sin un lugar?, ¿donde el sitio
específico no le condicione, como un automóvil, una nave o ciudad en el espacio
interestelar, como nos los han querido presentar ciertas visiones del futuro
del cine y la literatura? De hecho siempre ha habido arquitectura de nómadas,
arquitectura de quita y pon para viajeros; arquitectura de artefactos móviles,
desmontables y que se implantan en cualquier sitio. Sin embargo siempre hay
unas condiciones mínimas, debidas al medio físico, aunque sólo sea la planeidad
del suelo o la resistencia del terreno, que implica una serie de limitaciones y
le impone unas condiciones a la forma. En su cantidad, calidad y su
procedencia, podremos calificar o decir si se trata de un medio físico, de un
sitio, o de un lugar al que hemos cargado de referencias culturales y poéticas
y que hemos inventado, quizás porque ella nos lo ha sugerido.
Así,
la condición artística de la arquitectura se deja sentir por encima de la
técnica. Cuando la arquitectura se inspiraba en la lingüística y se propugnaba
como un sistema de significados, y se hablaba del contexto como sustitución de
la función, la arquitectura alteró sus presupuestos ideológicos. Y es la
valoración del lugar, las consideraciones del contexto, aquellos aspectos
particulares o subjetivos que inciden en el artista, lo que nos conduce a
pensar en la irrepetibilidad del objeto, en sus condiciones sensitivas y nos
confirma esta condición artística de la arquitectura.
Entender
el presente de una ciudad supone asumir la idea de que la ciudad es el conjunto
de formas que se han ido construyendo en el tiempo; formas superpuestas, de
modo que las primeras condicionan a las posteriores. De este modo las formas
arquitectónicas de la ciudad histórica, como los eslabones de una cadena, se
suceden unas a otras y el pasado es ineludible y no nos podemos abstraer de él,
ya que es el responsable y nos explica lo que somos y la sustancia de nuestros
actos. Las primeras trazas de las cosas, a modo de una semilla, generan las
sucesivas transformaciones y quizás por ello el trabajo de los arquitectos,
tiene siempre necesidad de asumir el pasado.
Necesitamos
proyectar en el tiempo las ideas, formas y sensaciones, heredadas y acumuladas
que forman nuestro patrimonio. En su hacerse, la estructura urbana soporta no
sólo intervenciones esporádicas, sino un continuo obrarse en el tiempo; está
haciéndose y deshaciéndose ininterrumpidamente. La acción del arquitecto sobre
el pasado atiende a la reelaboración de las ideas y formas históricas, y con su
acción directa, viene a proyectarlas al futuro.
Solar
del Museo Guggenheim de Nueva York.